Golf & medioambiente
El golf es percibido con cierta frecuencia como una actividad no del todo positiva respecto a su incidencia medioambiental. Esto deriva principalmente del hecho de que las superficies de césped suelen tener unas necesidades hídricas en general más elevadas que las de otros cultivos.
A partir de ahí, cada campo representa un caso particular ya que el consumo de agua de riego depende en gran medida de la climatología del lugar donde se ubica, así como de las especies y variedades cespitosas que lo forman y en parte también de las prácticas de mantenimiento.
Así como en las Islas Británicas, donde nació este deporte, es habitual que los campos ni siquiera dispongan de sistema de riego, en el sur de España requieren un aporte continuado de agua durante buena parte del año. En el norte de la Península, la situación viene a estar en un punto intermedio.
Por lo que se refiere al propio césped, los trabajos de mejora genética por parte de las empresas productoras están enfocados desde hace años a la obtención de plantas cada vez más tolerantes al calor y la sequía. Las nuevas variedades van sustituyendo a las anteriores permitiendo rebajar los volúmenes de riego.
Otro aspecto a menudo suscitado en torno a las afecciones medioambientales del golf era el relativo a los productos fitosanitarios. Desde que entró en vigor el R.D.1311/2012 sobre uso sostenible de productos, como trasposición de una norma europea, este debate no tiene ya mucha razón de ser.
El citado decreto prescribía la aplicación de los protocolos GIP (gestión integrada de plagas) con objeto de reducir la aplicación de fitosanitarios, siendo especialmente restrictivo en los ámbitos no agrarios, como los campos deportivos, donde solo quedan utilizables muy contados productos químicos.
Un tema de candente actualidad a nivel global es el de los balances de carbono, sobre todo desde que se puso en evidencia el protagonismo del CO2 como uno de los mayores inductores del “efecto invernadero”, fenómeno responsable del aumento progresivo de la temperatura media en nuestro planeta.
Los campos de golf, al igual que toda superficie con vegetación, actúan como sumideros de CO2 en la medida en que las hojas absorben dicho gas del aire y mediante la fotosíntesis lo usan para producir los azúcares necesarios en el metabolismo vegetal, desprendiendo además oxígeno.
La cuantificación de este fenómeno resulta bastante compleja y depende mucho del tipo, cantidad y desarrollo de la vegetación que presenta cada campo, aparte de las superficies de césped.
Como es obvio, debemos también incluir en el balance las emisiones de CO2 derivadas del funcionamiento del club de golf y en especial del mantenimiento del propio recorrido, lo que de nuevo plantea diferencias importantes entre unos campos y otros.
Una estimación de balance neto podría estar entre 50 y 100 toneladas de CO2 capturadas cada año por un campo de las características del de Gorraiz.
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A esto hay que añadir la contribución a la purificación del aire, tanto por la emisión de oxígeno como por la filtración de la contaminación atmosférica. Pero lo que resulta más obvio a la hora de valorar la incidencia medioambiental de campos que, como este, se crean en un hábitat marcadamente degradado, es el importante aumento de la biodiversidad al que se llega con los años como resultado de la restauración paisajística.
